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Chapter 11 - Entre Espadas y Alianzas: parte 3

Cada una de sus palabras era una provocación. Incluso los miembros de mi guardia real, disciplinados hasta el exceso, endurecieron las manos, aferrándose con más fuerza al pomo de sus espadas, como si aguardaran una señal silenciosa para responder a tal atrevimiento.

David endureció su expresión y, antes de que pudiera escuchar una palabra más, habló:

—Señor Western, cuide el tono de su voz. No permitiré que se exprese de ese modo hacia nuestro rey. No espero tener que repetirlo.

Sentí sus palabras como una armadura invisible envolviéndome.

No podía retroceder. No ahora.

—Como representante y líder de los Winter, no accederé a sus demandas.

Al oír mis palabras, Western alzó la mano derecha y, con un gesto burlón, simuló una pistola apuntando directamente a mi cabeza.

Mis escoltas, ya tensos, apenas lograron contenerse.

Vi el impulso en sus movimientos; estaban listos para actuar por cuenta propia. Pero bastó con alzar la mano para ordenarles, en silencio, que se calmaran.

Ester dio un paso al frente. Su capa ondeó tras ella, como si el rugido de un león acompañara su avance. Sus ojos, siempre tan serenos, ahora eran dos fragmentos de hielo puro.

—¡¿Cómo se atreve a amenazar a mi señor?!

Su voz, tensa y herida, se alzó como un rayo en medio de la noche y obligó a los presentes a guardar silencio.

Western, al verla acercarse, la detuvo. Su mano cruzó el aire y la golpeó en la mejilla con tal violencia que el sonido seco se extendió como un disparo.

Ester cayó de rodillas, mientras una sombra carmesí comenzaba a dibujarse en su piel.

Durante un instante, Western la miró en silencio, como si hubiera reconocido algo en ella… pero no lo suficiente como para detenerse.Vi cómo su mandíbula se tensaba. La rabia le latía bajo la piel, pero se obligó a recuperar la compostura.

—¡Señor Western, deténgase ahí! —dije con voz de mando—. No permitiré que siga haciendo lo que le plazca con mi leal mensajera.

La sala no volvió a respirar hasta que él bajó la mano.

Él retrocedió. Aquel gesto solo sirvió para revelar mejor sus facciones marcadas por el orgullo... y ese cabello pelirrojo, era el rasgo distintivo de sus herederos.

—Permitidme presentaros a mis hijas —dijo con una teatralidad que no engañaba a nadie.

Del séquito que lo escoltaba, dos figuras femeninas emergieron.

La mayor, elegante y segura de sí misma, avanzó hasta inclinarse en una reverencia ante mí.

La luz del salón acariciaba las trenzas rojizas de su cabello, mientras sus ojos, de un gris acerado, brillaban con una ambición que no se molestaba en ocultar.

—Soy Lucero Western —dijo; su voz era miel cuidadosamente destilada—. Me honra volver a ver a mi rey.

La menor dio un paso más tímido.

Parecía empequeñecida no solo por su estatura, sino también por la sombra que proyectaba su hermana mayor.

—Mi… rey… soy Beatriz Western… —murmuró.

Observé a ambas detenidamente.

En otro tiempo, habían sido poco más que niñas que venían a jugar conmigo, enviadas por orden de mi madre, que deseaba protegerme de la soledad y de los males del mundo.

Pero ahora, el paso de los años había desdibujado las líneas amables de sus rostros:

Lucero, antaño dulce y sonriente, llevaba la ambición dibujada como una cicatriz.

Beatriz, que antes me hablaba sin temor, parecía ahora querer desaparecer en el suelo que pisaba.

Ellas eran dos rostros en un recuerdo ya descolorido, como sueños que la vida se ha encargado de enterrar.

—Agradezco su presencia, señoritas —dije, midiendo cada palabra con una cortesía helada. Luego, dirigí mi mirada al conde—. Pero, señor Western… no estoy a favor de este matrimonio.

Al oír mi respuesta, Western apretó los puños con tal fuerza que sus nudillos palidecieron.

No dijo nada. Pero sus ojos grises, brillaron con una furia contenida.

—¿No aceptará este matrimonio… y también nos negará el derecho a nuestras tierras del norte? —preguntó, su voz atravesada por una mezcla de humillación y desafío.

No pestañeé.

No podía dar ni un solo paso atrás.

—Las tierras del norte no serán devueltas —respondí, con una firmeza que sentí brotar desde lo más profundo de mi sangre—. Sus ancestros pagaron el precio por alzarse contra nuestra casa. Ese castigo fue sellado con sangre, y yo… no pienso desenterrarlo.

La sala pareció cerrarse a nuestro alrededor.

Cada noble, cada soldado, cada emisario contuvo el aliento, como si la historia misma estuviera conteniendo su próximo latido.

Y fue entonces, en ese silencio denso como la pólvora, que vi cómo la sonrisa de Western se deshacía, no en furia, sino en algo peor: en desesperanza.

Por un instante fugaz, ya no fue el duque desafiante el que me miró… sino un hombre quebrado, acorralado por el peso de sus propias decisiones.

Pero la máscara volvió a su rostro en un abrir y cerrar de ojos.

Llamó a su mensajero con un ademán brusco.

—Entonces, joven Winter —dijo, su voz envenenada de amargura—, no me deja otra opción.

Un pergamino, sellado con cera negra, fue colocado sobre una bandeja de plata y presentado ante mí. Su peso, aunque pequeño, pareció inclinar todo el salón hacia un destino inevitable.

—¡Ya basta, Western! —intervino David, su voz arrastrando consigo el peso de la historia—. No sigas con esto. Recuerda que tu esposa no quería que esto sucediera. Sabes que esta decisión traerá desgracia. No olvides el sacrificio que hicimos todos para mantener esta paz.

La mención de su esposa cambió la atmósfera como un golpe invisible.

Durante un instante, todo pareció detenerse.

Recordé brevemente: su muerte, los pasillos enmudecidos, las lágrimas nunca derramadas.

¿Qué clase de sacrificio fue ese...?

¿Tuvo algo que ver con la caída de mi madre… o de mis hermanas?

La pregunta latía en mi mente, pero no era el momento de obtener respuestas.

Western bajó ligeramente la mirada, como si aquel nombre fuera una herida que aún no sanaba en su interior.Sin embargo, se enderezó de nuevo, como una ola que se niega a retroceder.

—Joven Winter —dijo Western, con una amargura que se disfrazaba de diplomacia—, esta es la última vez que lo diré. He hecho todo lo posible por recuperar esas tierras. ¿Volverá a rechazar mi alianza...? Esta decisión afectará la vida de millones.

Mi corazón latía como un tambor maldito, y sentía la presión aplastándome. Estaba a punto de perderme en esa tormenta… cuando sentí un toque en el brazo.

—Mi señor, no caiga en sus juegos —susurró.

Cerré los ojos por un instante y pensé en mi madre. En mis hermanas. En la tierra que heredé… y en la corona que me pesaba.

—¡No permitiré que abusen de mi hermanito!

La voz, clara y firme, cruzó el salón como una flecha. Todos giraron la mirada hacia la entrada.

Una figura emergió entre las columnas como una sombra del pasado.

Vestía como el invierno, y su caminar era el de una princesa que jamás había renunciado a su corona.

—Parece que esta ave calva —dijo, clavando su mirada en Western—. Ha extendido demasiado sus alas. Si intentas declarar la guerra contra nuestra casa, te costará caro.

Como su hermana mayor, protegeré a Ethan… y todo lo que representa.

Su voz cortó el aire como una espada.

Y el eco de sus palabras fue más fuerte que cualquier amenaza.

El corazón me golpeó contra el pecho.

Por un instante, el peso de la corona, el miedo, la soledad... todo pareció disiparse.

No estaba solo. No mientras ellas siguieran a mi lado.

A mi derecha, Liliana permanecía erguida como una sombra protectora.

A mi izquierda, Ester ocultaba su dolor bajo una expresión firme, pero sus ojos seguían vigilando cada rincón, cada movimiento.

El enemigo no había sido derrotado. Solo había aprendido a sonreír mejor.

Llevé una mano al relicario que colgaba bajo mi ropa, la última reliquia que me unía a mi familia… y juré en silencio:

No permitiré que se repita los errores del pasado.

No mientras aún respire.

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