El amanecer era apenas una insinuación entre las nubes grises. Una luz pálida, moribunda, se arrastraba sobre la nieve congelada, tiñéndola de azul espectral. Entre las raíces de un viejo roble derrumbado, un fuego chisporroteaba débilmente, alimentado por ramas secas que Aiko y Volkhov habían recogido a lo largo del camino. Frente a ellos, Arkadi Rubaskoj se mantenía en silencio, como una estatua en ruinas. Su único ojo blanco reflejaba las llamas como si pudiera ver algo que los demás no.
No había hablado mucho desde que accedió a seguirlos. Solo observaba. Escuchaba. Como si cada palabra que pensaba soltar pesara toneladas.
Aiko rompió el silencio.
—Arkadi —dijo, ajustándose la bufanda que le cubría el rostro—. Dijiste que conocías a Ryuusei. ¿Cómo lo sabes? No parece que hayan cruzado caminos.
El mago levantó la mirada lentamente. En sus facciones curtidas y sucio rostro se leía una vida de aislamiento. Pero sus palabras... eran algo más.
—Hay nombres que no necesitan ser pronunciados para ser oídos —dijo con voz ronca—. Se sienten. Como un latido más en la sangre.
Volkhov resopló. Estaba limpiando su rifle con precisión quirúrgica, como lo hacía siempre que sentía que no tenía control sobre una situación.
—¿Eso es todo? ¿Una especie de "latido espiritual"? —preguntó con tono sarcástico, pero sin hostilidad.
Arkadi lo miró con desdén apenas disimulado.
—Hay cosas que tú jamás entenderás, soldado. No porque seas tonto. Sino porque nunca tuviste que mirar más allá de la carne para ver lo que habita dentro.
Aiko entrecerró los ojos.
—¿Entonces no lo conoces de verdad? ¿Solo lo "sentiste"?
El mago sonrió, pero no fue un gesto cálido. Fue la sonrisa de alguien que había visto demasiado.
—No lo necesito. Algunos, como él, son faros. Su existencia misma trastoca el tejido de la realidad. Lo que Ryuusei toca... cambia. Y lo que cambia, grita.
Volkhov lo observó en silencio por un momento. Luego, dijo algo inesperado:
—Yo también he oído esos gritos. No en el aire. En mis sueños.
Arkadi giró ligeramente la cabeza. Su único ojo parecía analizar cada célula del ex francotirador.
—Entonces ya estás marcado —susurró.
Aiko se cruzó de brazos.
—¿Marcado por qué? ¿Por Ryuusei?
Arkadi negó.
—Por el camino que eligieron. Hay cosas en movimiento. Entidades. No las verán venir hasta que ya estén dentro de ustedes. Y cuando eso pase… querrán morir antes que resistirse.
La tensión se volvió densa. El fuego crepitaba. La nieve seguía cayendo en silencio.
—Ryuusei no es una amenaza —dijo Aiko con firmeza—. Quiere crear algo nuevo. Algo mejor. Y vamos a ayudarlo, aunque tengamos que arrastrar a medio mundo.
—Una utopía siempre empieza con buenas intenciones —murmuró Arkadi—. Y termina con un río de sangre.
Caminaron en silencio el resto del día, hasta que el sol desapareció como una sombra detrás de los árboles congelados. Aiko no dejaba de pensar en lo que Arkadi había dicho. Y aunque no quería admitirlo, le daba miedo lo mucho que ese hombre sabía sin haber visto nada.
Más tarde, mientras acampaban en una cueva baja, Aiko se sentó cerca del fuego y miró a Volkhov.
—¿Tú también sueñas con cosas… raras?
Volkhov tardó en responder. Luego, asintió.
—Desde que Ryuusei me puso esa piedra en el pecho, ya no sueño como antes. Ahora todo es fuego. Gente sin rostro. Voces que me llaman por nombres que no reconozco.
Aiko lo miró con cierta inquietud.
—¿Y tú qué crees que es?
Volkhov levantó la vista hacia el techo de piedra, como si buscara una respuesta en las grietas.
—No lo sé. Pero si vamos a luchar contra algo así, prefiero estar con ustedes… que en contra.
Ella sonrió. Solo un poco.
—Sabía que no eras tan frío como pareces.
—Y yo pensaba que tú no eras tan madura. Pero mira…
Ambos se quedaron callados. El fuego seguía danzando entre ellos, y Arkadi, en la oscuridad, los observaba. Aunque no decía nada, una parte de él ya empezaba a cambiar.
No por las palabras.Sino por los silencios que no sabía cómo romper.