El silencio que colgaba tras la pregunta de Sylvan era una farsa, una calma precaria antes de que la naturaleza desatara su furia primigenia. En un abrir y cerrar de ojos, el bosque se convulsionó. La tierra tembló con violencia, abriéndose en grietas oscuras de las que emergieron raíces negras y retorcidas, armadas con púas huesudas y afiladas como cuchillas.
Se lanzaron contra el grupo con una ferocidad inaudita, buscando carne que desgarrar y huesos que triturar.
Un rugido gutural, ancestral, emanó del tronco de Sylvan, un sonido que parecía provenir de las entrañas de la tierra, como el lamento de mil árboles cayendo en un instante. No era una amenaza; era la ejecución.
Volkhov fue el primer objetivo. Una raíz gruesa como un tronco de árbol se disparó desde el suelo, atravesándolo de lado a lado justo debajo de las costillas. El impacto fue brutal, el sonido de carne desgarrándose y hueso astillándose heló la sangre.
La punta de la raíz emergió por su espalda, arrastrando consigo un torrente de sangre caliente y fragmentos de órganos. Volkhov gritó, un alarido bestial de puro dolor, sus ojos inyectados en sangre. La raíz lo levantó en el aire, su cuerpo colgando inerte mientras sus piernas pateaban convulsivamente.
Con una fuerza despiadada, lo estrelló contra un árbol cercano, el golpe seco fracturando su brazo izquierdo, que quedó colgando en un ángulo antinatural. La sangre brotaba de su boca en borbotones oscuros, mezclada con pedazos de dientes rotos.
Aiko reaccionó con la velocidad de un depredador acorralado. Su katana se movió como un rayo, cortando y bloqueando las raíces que la atacaban desde todas direcciones. Pero la defensa era inútil. Una raíz la atrapó por el tobillo, las púas clavándose profundamente en su carne, desgarrando su bota y la piel.
La levantó en el aire como si fuera una marioneta de trapo y la azotó contra el suelo rocoso con una violencia que le hizo perder el aliento.
Sintió sus costillas romperse con un chasquido seco y doloroso. Otro tentáculo de corteza podrida la atrapó por el brazo derecho, comenzando a jalar en dirección opuesta con una fuerza inhumana. El grito de Aiko se elevó en el aire cuando sintió los músculos de su hombro desgarrándose, el hueso crujiendo.
Con una determinación feroz, y a pesar del dolor insoportable, hundió su katana en su propio brazo, cortando la carne y liberándose del agarre, cayendo al suelo empapada en su propia sangre, su brazo colgando inerte y desarticulado.
Arkadi levitó hacia arriba, su rostro pálido por el terror y el esfuerzo. Gritó un conjuro desesperado, y descargas de energía azul crepitaron en el aire, carbonizando las raíces y ramas que se acercaban.
Pero las criaturas del bosque parecían ignorar el dolor, impulsadas por la voluntad de Sylvan. Dos ramas gruesas y afiladas como lanzas atravesaron su muslo izquierdo con un sonido húmedo y desgarrador, arrastrándolo hacia el suelo como un insecto ensartado.
Su cuerpo golpeó la tierra con un impacto sordo, y una raíz, como una mandíbula dentada, se abalanzó sobre su rostro, mordiéndole la mejilla izquierda y arrancando un trozo de carne.
Un silbido gorgoteante escapó de su garganta mientras el aire se filtraba por la herida abierta, pero con la mitad de su rostro colgando y la sangre nublando su único ojo, Arkadi apretó los dientes y se aferró a la conciencia.
Amber Lee fue la última en ser alcanzada. Una raíz se disparó hacia su rostro como una flecha envenenada.
Alcanzó a girar la cabeza en el último instante, pero una espina larga y afilada le desgarró la oreja derecha, arrancándola de cuajo con un sonido crujiente y un chorro de sangre caliente. El cartílago colgaba de un hilo sangriento.
Otra raíz se enroscó alrededor de su cuello, la presión aumentando hasta que sintió su tráquea crujir. Sus ojos se inyectaron en sangre, su rostro se amorató. En un último acto de desesperación, invocó la energía de la esfera de cristal, sintiendo su calor quemar su piel a través de la tela.
Un estallido de luz blanca pura emanó de sus manos, incinerando la raíz que la estrangulaba, que soltó un chillido agónico y se retorció hasta quedar inerte.
Amber cayó de rodillas, tosiendo sangre y bilis, sus ojos desorbitados llenos de lágrimas y fluidos oscuros.
El bosque entero parecía palpitar con la furia de Sylvan. No era una batalla contra un individuo; era una guerra contra la naturaleza misma.
—¡Los he visto antes! —rugió Sylvan, su voz resonando como el estruendo de mil árboles cayendo
—. ¡Hombres de metal y fuego! ¡Con máquinas ruidosas que desgarran la tierra! ¡Y ustedes… llevan su hedor!
Su pecho se abrió con un crujido de madera y carne, revelando un corazón negro y palpitante, hinchado y cubierto de venas como un fruto podrido a punto de estallar. El aire se espesó con el hedor acre de la descomposición milenaria.
Volkhov, impulsado por una rabia animal y la adrenalina, se puso en pie tambaleándose. La raíz aún atravesaba su abdomen, uniendo su cuerpo como una brocheta grotesca.
Con su mano buena, tanteó su costado roto y arrancó un fragmento de hueso astillado de una de sus costillas expuestas. Con un gruñido de dolor y determinación, lo lanzó con todas sus fuerzas.
El hueso se clavó en el ojo derecho de Sylvan con un chasquido húmedo, liberando un torrente de savia negra y espesa que chisporroteaba al contacto con el suelo como ácido corrosivo.
Sylvan dejó escapar un alarido de dolor y furia, y el bosque entero pareció temblar con su agonía.
Aiko, jadeando y con la katana bañada en su propia sangre y la de las criaturas del bosque, rodó por el suelo hasta alcanzar a Amber. La ayudó a incorporarse, sus rostros pálidos y cubiertos de heridas.
Apenas podían mantenerse en pie, pero una determinación feroz brillaba en sus ojos. Juntas avanzaron, Aiko con su katana temblorosa, Amber con la esfera de cristal brillando en su mano ensangrentada.
Arkadi, a pesar de la sangre que le nublaba la visión y el dolor punzante en su rostro, reunió sus últimas fuerzas. Gritó un conjuro final, su voz rasgada y débil.
Una esfera de fuego púrpura surgió sobre su cabeza, creciendo en intensidad hasta estallar en una llamarada cegadora que incendió el aire. Los árboles más cercanos se prendieron en llamas con un crepitar furioso, sus hojas convirtiéndose en ceniza negra, y el cielo del bosque se tiñó de un rojo sangre.
Sylvan cayó de rodillas, su cuerpo de corteza y carne crujiendo y goteando savia hirviente al contacto con el suelo. Por primera vez, su imponente figura parecía vulnerable, derrotada.
—¿Por qué…? —murmuró con una voz que era un lamento arrastrado por los siglos—. ¿Por qué no mueren? ¿Qué demonios son ustedes?
Amber avanzó lentamente, su rostro cubierto de sangre y lágrimas. En sus ojos no había miedo, solo una determinación fría y una verdad inquebrantable.
—No somos los hijos de tu enemigo —dijo con voz ronca pero firme—. Somos el presagio de lo que vendrá. Y si no nos ayudas… tú también morirás. Y este bosque contigo.
Sylvan los miró, su único ojo visible inyectado en savia oscura. Lentamente, sus ramas y raíces se replegaron, dejando tras de sí un rastro de savia y sangre. Los árboles temblaban a su alrededor.
No cayó. No imploró. Solo se arrodilló en la tierra empapada de sangre, su imponente figura ahora humillada… y esperó. La batalla había terminado, pero el bosque aún no había pronunciado su veredicto final.