El tenue aroma a papel viejo y polvo inundó el olfato de Elías mientras profundizaba en la biblioteca. Estos eran los libros que nadie más tocaba, los relegados a los estantes más altos y sombríos: volúmenes ignorados y despreciados por una época que priorizaba la supervivencia inmediata sobre la sabiduría ancestral. Los bajó con cuidado, con las tapas rígidas por el descuido, y limpió con cuidado años de polvo acumulado. Cada libro parecía un pequeño monumento olvidado.
¿Cuántas manos sostuvieron estas páginas? ¿Cuántos ojos leyeron estas palabras antes de que se convirtieran en meras reliquias? La voz interior de Elías reflexionaba mientras observaba la escritura descolorida y las ilustraciones desmoronadas. No solo leyó; su mente absorbió, procesó y sintió el peso de los siglos. Los imperios del pasado —Roma, Bizancio, los legados fragmentados de Grecia— no eran solo fechas y nombres. Eran una cadena , cada eslabón forjado con ambición, poder y, a menudo, sangre.
Los imperios se alzan, creyéndose eternos, con su fe como escudo contra la inevitable decadencia. Vio, con asombrosa claridad en su mente, las legiones de Roma marchando, sus disciplinadas filas, testimonio de la inquebrantable creencia en su destino divino. Sintió el frío aguijón de la traición cuando Bruto hundió su daga, la conmoción de una caída devastadora. Fue testigo de la silenciosa resiliencia de Bizancio, aferrada a su fe en medio de asedios implacables, un faro de luz en una era cada vez más oscura. Su supercerebro no solo recordaba hechos; reconstruía emociones, atmósferas, la esencia misma de momentos olvidados.
Lágrimas, ardientes e inesperadas, escocieron los ojos de Elías. No por héroes específicos, sino por el paso absoluto del tiempo , por los héroes que lucharon, sangraron y creyeron, solo para ser arrastrados por la corriente indiferente de la historia. La naturaleza, en su profunda indiferencia, tiene el poder de borrar y reparar, de enterrar la grandeza bajo el polvo y luego, con el tiempo, permitir que brote nueva vida de las ruinas. Suspiró, un sonido profundo para un niño de su edad, agobiado por el peso de las civilizaciones.
Esta inmersión profunda en eras olvidadas despertó algo nuevo en él. El simple acto de absorber ya no era suficiente. Necesitaba expresar, dar forma a las vívidas imágenes que explotaban en su mente. Comenzó a investigar, no solo historia, sino arte . Recorrió los mismos libros olvidados en busca de viejos bocetos, estudios anatómicos y guías de dibujo rudimentarias. En secreto, impulsado por una necesidad urgente, casi desesperada, Elías comenzó a aprender a dibujar. Su mente prodigiosa lo trataba como cualquier otra habilidad: descomponiendo la perspectiva, la anatomía y el sombreado en conjuntos de datos manejables. Estaba decidido a crear sus propias interpretaciones, a devolver la vida a los romanos y bizantinos, sus sangrientas luchas y su fe inquebrantable, al menos sobre el papel. Cada trazo del lápiz sería un silencioso desafío contra el borrado del tiempo, un testimonio de su profunda comprensión.