Despertó sobresaltado, gritando. No sabía qué hacía allí.
Del tirón todo acudió a su mente confusa. Estaba entre las sedosas y frías sábanas del castillo de uno de los príncipes vampiro. No había sido sueño. No se debía a un efecto secundario del polvo negro. Se encontraba atrapado en una horrible pesadilla. Se enderezó en la cama y una punzada le atravesó la cabeza. Todavía le dolía el golpe. ¿Cuánto había dormido? Se asomó a la ventana y vio que el sol estaba cubierto por una maraña de nubes sombrías que apagaba su luz, al igual que el resto del Imperio del Acero. Pronto anochecería.
Un escalofrío le recorrió los huesos.
Al poco tiempo de haber despertado, la misma muchacha que fue a llevarle la ropa limpia cuando estuvo en la celda, entró en la habitación para pedirle que la acompañara.
Rune la miró evaluando la situación que la esclava le ofrecía: tal vez podría convertirse en la oportunidad de escapar. O de hallar un arma que pudiera clavar en el corazón del príncipe. La siguió mientras observaba el sitio por donde andaban con cautela; todo le parecía demasiado triste y tétrico. Y el aroma del acero enviciaba el ambiente. Caminaron primero por un pasillo alfombrado de puertas cerradas a ambos lados; de paredes decoradas con algunos retratos de mujeres que a Rune le llamó la atención, pues todas tenían un marcado brillo de dolor en sus ojos. El pasillo daba al salón de las hermosas estatuas de ángeles, allí estaba la puerta y las escaleras por donde llegó la noche anterior y tal vez la salida. Justo en ese instante, le picó las muñecas y recordó que aún cargaba con las argollas de acero. La idea de escabullirse se esfumó lentamente de sus pensamientos. Después de atravesarlo, se encontró con otro salón de piso de mármol tan oscuro que nada se reflejaba en él, a un costado había un enorme ventanal cuyas cortinas rojas permanecían recogidas a cada lado.
Una luz que se veía sucia y desteñida alumbraba el lugar.
En el medio del salón, una mesa de caoba de unos doce puestos estaba dispuesta para un festín. Sobre la mesa, había pescado ahumado, ensaladas frescas, humeante estofado de hongos, carne de cordero, postres con olor a menta y varias botellas de vino tentaron el apetito de Rune.
Se le llenó la boca de saliva.
El santo entornó la mirada, desconfiado. No entendía a que se debía todo aquello. ¿Qué podrían celebrar los vampiros? Pensó que el príncipe jugaría con él, quizá torturarlo para satisfacer a sus esbirros. No importaba cómo lo viera, todo le hacía sentir que sería el platillo principal de la cena.
El delicioso aroma de las diferentes preparaciones llegaba hasta sus fosas nasales y revoloteaba hacia su estómago, despertando en el muchacho un hambre voraz. Indeciso, se sentó donde la esclava le indicó, pensando si realmente le iban a permitir probar bocado; pero, por otro lado, se preguntaba si sería buena idea hacerlo, pues la comida podría estar envenenada. A pesar de sus dudas, tenía mucha sed y estaba hambriento. Las tripas rugían en su interior. Ignoró todo y se arriesgó.
O muero envenenado o hambriento… es lo mismo. Prefiero eso a ser la cena del príncipe, pensó.
Se sirvió carne y un poco de estofado, después probó el pescado. Se lamió los labios y la sorpresa lo cogió en el éxtasis al deleitarse por las exquisiteces que acababa de comer. No lo podía creer, aun así continuó. La joven esclava aguardaba en un rincón por si Rune necesitaba algo. El santo en ningún momento dejó de sentir su presencia, de hecho, sabía que lo observaban; sin embargo mientras comía pensó en ella y se preguntó: ¿cuántos sirvientes humanos más habría en ese castillo? Un profundo deseo de lucha se unió al festín. Rune no pudo evitar querer liberar a todos los esclavos y matar al príncipe vampiro que los mantenían prisioneros. Con el estómago lleno, pudo pensar con más claridad. Primero tenía que descubrir el dormitorio de Kaladin para asesinarlo cuando estuviera debilitado, luego idearía un plan de escape.
Se llenó la boca de más comida.
Tengo que liberarlos…
De repente, una suave y delicada música de piano inundó el castillo, sacando a Rune de sus pensamientos. Dejó los cubiertos y alzó la mirada. La esclava se estremeció y se agazapó contra la pared; cerró los ojos y bajó la cabeza. Estaba asustada. La piel se le erizó y sus músculos se contrajeron. Pero el joven santo sintió que la maestría del pianista lo cautivaba y, al contrario de la muchacha, se relajó. La música llenó el salón y cada rincón con una melodía casi hipnótica.
Rune se levantó, hechizado, y a tientas fue hacia el origen del sonido; fue como seguir el rastro de un vampiro: dulce y siniestro. Encontró una habitación contigua al salón con un enorme piano rojizo que relucía a la luz de las velas y, ante este, un hombre de apariencia mística estaba tocando de forma tan suave como podía. El sujeto vestía una túnica de seda esmeralda que entallaba bellamente su musculada figura. El cabello, azulado como los cielos de Rohaar en verano, le caía como una cascada infinita por la espalda y llegaba casi al banco donde se sentaba.
Embelesado por la escena, Rune se acercó al piano, atraído como abeja a una flor.
El misterioso pianista no dejó de tocar, de manera que cerró los ojos y continuó. Con la cabeza agachada, mantuvo sus dedos en ágil movimiento mientras oía los pasos del santo por debajo de las notas.
—Ven, acércate más.
Y Rune, privado de sus instintos, obedeció y caminó hacia él. Dócil, como sirviente sin razón, se sentó a su lado en el acolchado banco de madera frente al piano. Las manos pálidas del hombre volaron hacia el cabello rojizo del exterminador, luego deslizó los dedos fríos para apenas rozar la piel tibia de su tierno cuello. Ante el contacto, Rune dejó escapar un breve gemido, tembló cuando esos dedos inquietos viajaron hasta las mejillas, se deslizaron por los labios y recorrieron su contorno.
—Eres exquisito, santo. Ahora entiendo por qué mi hermano no quiso asesinarte. Comparto su deseo de mantenerte así… humano —suspiró—. Sin embargo, sería una pena no probar tu deliciosa sangre.
Rune, hipnotizado, no comprendía sus palabras. Y en vez de correr, inclinó un poco más la cabeza, tentando al vampiro con la tersa y cálida piel del cuello.
Los ojos de acero de la criatura brillaron y las argollas en las muñecas de Rune rechinaron cuando se acercó peligrosamente a él. Vio a través de los lechosos ojos del santo cubiertos de finas pestañas, luego describió la silueta de la nariz que se levantaba en una bella curva, bajó hasta los labios húmedos de un tenue color rosa que se entreabrían dejando escapar leves gimoteos y contrastaban con la blanca piel. El exterminador, no era para nada lo que se había imaginado. Era bello de una forma demasiado problemática.
—Eres una amenaza, santo —el vampiro sonrió—. Serías un renegado perfecto. O un sirviente muy apetitoso.
La criatura olisqueó el cuello del muchacho y degustó el apetitoso perfume de la sangre en sus poros. Después acercó los labios a los de él y los mordió. Rune, presa de un deseo implantado por la astucia del vampiro, suplicó más. Entonces, los labios amoratados del sangre oscura se desplazaron lentamente hasta la arteria palpitante del cuello del santo. Y cuando sus colmillos afloraron, una voz restalló por la habitación.
—Milo, ¿Qué crees que haces? —El príncipe, que había aparecido en el umbral, preguntó con increíble calma. Detrás de él, la esclava pareció encogerse.
Kaladin estiró una mano hacia Rune y manipuló las argollas de acero, las que se soltaron y cayeron a sus pies. El embrujo se rompió.
Rune, todavía medio atontado, miró al recién llegado.
Milo se separó del santo y, mirando a su hermano a los ojos, hizo una mueca de decepción.
—Nada que tu no hubieras hecho en mi lugar, Kaladin, solo examinaba tu prisionero. Tienes buen gusto, el humano se ve delicioso. ¿Lo conservarás? —preguntó, curioso. Pero como el príncipe no respondió, Milo se levantó y caminó hacia su hermano. Se paró a su lado y le dio una palmadita en el brazo—. No te atrevas a esconderlo para no compartir su sangre. No querrás que nuestro padre se entere que tienes a un santo aquí.
Kaladin sacudió una mano, diseminando las palabras de su hermano.
—¿Qué pasó? —preguntó Rune, desorientado.
Milo se volvió hacia el muchacho.
—Verás, mi hermanito, en su incomprensible fascinación por los de tu raza, te ha permitido vivir. Eso es lo que ocurre, santo —dijo, con los labios curvados en una maliciosa sonrisa. Luego le lanzó una mirada a Kaladin y se marchó.
El príncipe se acomodó un mechón blanco de cabello detrás de su oreja y se acercó a Rune. Se sentó junto a él y hundió un dedo en un tecla del piano, que sonó vacía.
—¿Sabes cómo tocar? —inquirió, mirándolo a los ojos. El santo negó con la cabeza—. Yo tampoco…, no importa. Ahora, lo que sí sé es que estás en problemas, exterminador, por lo general no suelo tomar prisioneros, y los pocos que se quedan, se convierten en mis renegados. Mis súbditos más leales. También soy consciente de que he roto el tratado; he cruzado la frontera y he tomado la vida de un pueblo entero. —Cerró la tapa del piano—. Desafortunadamente, joven santo, las reservas se nos están agotando. Los esclavos ya no son suficientes, la calidad de su sangre ya no nos sacia en lo absoluto. Así que todo podría derrumbarse muy pronto. Quizá necesitemos otro acuerdo. Más ganado que podamos usar.
Rune saltó de su sitio.
—¿Más ganado? Eso es imposible, vampiro, no mandaremos más gente a servirles de alimento —espetó con furia—. No venderemos la libertad de ningún otro humano.
El príncipe suspiró.
—Lo sé, supuse que te opondrías. —Toqueteó los bordes del piano mientras pensaba—. Sin embargo, esa decisión no te pertenece; no puedes decidir por tu reino, por desgracia. Tal vez si lo fuera, habría sido un poco más fácil. Pero el Señor del Acero no tardará en tomar parte en este asunto. El hambre lo hará salir de su castillo. —De nuevo clavó sus ojos plateados en Rune—. Escucha, santo de Rohaar, podrías no morir aquí, en mi hogar, si aceptas unirte a mí.
Rune se envaró. Sabía muy bien lo que el vampiro estaba tratando de decirle: una invasión. Guerra.
—¿Unirme a ti?, ¿estar contigo en este reino sumido en la oscuridad? Eso nunca.
Kaladin notó el desprecio en la voz de Rune, y sintió, muy en lo profundo, su odio. Apartó la mirada y sonrió.
—Entiendo, necesitas tiempo para pensarlo —Rune se negó—. De acuerdo, esto es lo que haremos, joven santo: permanecerás en mi castillo mientras te decides, y yo prometo no tocar tu humanidad. Obvio, siempre que no cometas ninguna estupidez.
—No te comprendo, vampiro, ¿me estás diciendo que quieres evitar que tu creador desate otra guerra? —Soltó una carcajada—. ¿Por qué? Tu también necesitas la sangre para vivir, para usar tus habilidades. Dime la verdad.
Kaladin cerró los ojos un instante.
—Tengo mis motivos, sí, pero me temo que no me siento seguro de querer compartirlos en este momento. —Rune notó un leve desvarío en la mirada del vampiro, casi como un guiño—. Por ahora, te aconsejo que pienses en mi propuesta. No te olvides que sigues siendo un simple mortal indefenso dentro mi propiedad. Aunque podrías, si así lo quisieras, ser mucho más que eso. Y de paso salvarías los tres reinos del yugo de mi padre.
El santo sintió que sus entrañas se retorcían. ¿Realmente uno de los cuatro príncipes vampiros deseaba hacer un trato con él? ¿Para evitar la guerra?
—No te creo ni una sola palabra. Eres un monstruo igual que tu creador. Jamás confiaré en una bestia tan despreciable como tú.
El príncipe lo miró con ojos fieros. Había comenzado a perder la paciencia.
—No juegues con tu suerte, santo. Todavía puedo destrozarte, regresar a Rohaar y tomar a otro exterminador.
—¡Inténtalo, maldito vampiro, y yo te voy a…! —Pero tan rápido como habló, se calló. Recordó que no era más que un simple mortal, sin armas ni polvo negro que pudiera otorgarle fuerza. ¡No tenía nada!
Kaladin sonrió al ver al muchacho con una expresión de miedo en su rostro.
—Eres un humano interesante. En verdad nunca dejo de sorprenderme. Admiro aquel espíritu de lucha, esa impetuosa fe que aflora en momentos de crisis, casi como si creyeran que su Dios los escucharía y salvaría de su destino.
Rune se sintió, como nunca, atrapado en un mal sueño. Y no concebía forma de huir. Entonces, con la cabeza hecho un tormento, retrocedió hasta que su espalda tocó pared y dejó que el peso de cuerpo lo deslizara hasta el suelo.
—¿Por qué yo? —consiguió decir.
—Porque así lo ha querido el destino —contestó el vampiro mientras se levantaba y se encaminaba hasta el umbral. Vio a la joven esclava para allí y luego se volvió hacia Rune, que yacía desparramado en el suelo—. No suelo repetir las cosas, pero te aconsejo que te portes bien. puedes recorrer el castillo, comer todo lo que pueda aguantar tu estómago y leer todos los libros que hay en la biblioteca. Todo menos intentar escapar. A mis hermanos les encanta cazar conejos. No los provoques, que yo no los detendré.
Rune, desarmado como una marioneta, levantó la vista y vio al príncipe vampiro marcharse a la velocidad del rayo. Después cerró los ojos y se desplomó de lado. La pobre muchacha que permanecía en silencio en la entrada acudió de inmediato en su ayuda.