El silencio posterior a la revelación de Arkadi era más que una pausa: era un yugo invisible, una mordaza espectral que oprimía los pechos y colgaba sobre ellos como la sombra de una horca. En la penumbra viciada de la cámara subterránea, cada respiración rota, cada jadeo, cada gemido sofocado, retumbaba como una campanada fúnebre. El olor a sangre —fresca y vieja— empapaba el aire, mezclado con el tufo de piedra húmeda, sudor frío y magia extinguida.
Volkhov forcejeaba con el torniquete improvisado en su muslo como si el nudo fuera su enemigo más íntimo. Su sangre goteaba sin tregua, oscura, espesa, desafiando la lógica y negándose a coagular. Su rostro, normalmente imperturbable, estaba desencajado por la agonía. Aiko, apoyada contra la pared, contemplaba su katana con los ojos fijos, casi vacíos, como si el reflejo sanguinolento de la hoja pudiera ofrecerle las respuestas que el mundo le había arrebatado. La herida en su costado pulsaba con cada latido.
Arkadi seguía en el suelo, inmóvil, atrapado entre el delirio de su visión y la crudeza del presente. Su túnica empapada en sangre lo hacía parecer un cadáver que aún no había decidido morir. La palidez de su rostro era cadavérica, los labios lívidos, el ojo abierto pero sin enfoque. Algo en él se había roto.
Amber Lee, en cambio, irradiaba una quietud que bordeaba lo inhumano. Sostenía la esfera como si fuera un corazón arrancado, y la luz enfermiza que desprendía lanzaba sombras danzantes sobre su rostro, retorciendo sus rasgos hasta volverlos gélidos, casi irreconocibles. Sus ojos, dorados y felinos, eran abismos sin fondo. Ya no era la joven astuta. Había cambiado. Algo dentro de ella se había endurecido.
—Entonces… todo esto —dijo finalmente, su voz como un cuchillo deslizándose por una garganta—. Las trampas. El Guardián. Las visiones. Todo estaba relacionado con esa mierda de futuro que Arkadi vio. Y Ryuusei… ese bastardo lo sabía.
Volkhov escupió a un lado. El sonido fue áspero, seco. —Claro que lo sabía. Nos mandó directo al infierno sin decirnos cuántos demonios nos esperaban. Maldito hijo de puta enmascarado.
Aiko bajó la katana, la sangre seca quebrándose en escamas. —No entiendo por qué ocultarnos algo así. Si de verdad está de nuestro lado…
—Quizá porque no lo está —interrumpió Amber. Dio un paso adelante, su sombra agrandándose grotescamente sobre las paredes—. Mi abuela confiaba en él. Pero ahora no sé si ella fue una cómplice… o una víctima.
Volkhov soltó una carcajada baja y amarga. —Lo mismo da. Todos aquí somos piezas en su tablero.
—Y aún así —añadió Arkadi, con una voz rasgada, apenas humana—, necesitamos lo que tiene. Ese lugar seguro. Las respuestas. La guerra que vi… no era una guerra. Era la extinción envuelta en fuego.
Amber Lee giró hacia él. —Entonces seguiré. Pero no porque crea en él. Lo haré para arrancarle cada pedazo de verdad que me ha ocultado. Mi abuela dejó este legado, y yo pienso desenterrarlo, aunque tenga que romperle los dientes a cada maldito dios que se cruce en el camino.
Aiko la miró con un destello de algo que se parecía a respeto. —¿Eso significa que vienes con nosotros al refugio?
—Sí. No hay vuelta atrás —dijo Amber, alzando la esfera. Su luz brilló más fuerte, como si celebrara la decisión—. Este artefacto no es solo un recuerdo. Es una condena. Una promesa. Y quiero saber por qué me la dejaron a mí.
Volkhov, todavía tambaleante, gruñó mientras se ponía en pie con ayuda. —Bien. Una traidora con filo. Justo lo que necesitábamos. Y si las cosas salen mal, sé a quién clavarle la primera daga.
Amber le sostuvo la mirada sin pestañear. —Hazlo, ruso. Pero apunta bien. Yo no muero fácil.
Arkadi tosió sangre, luego rió. Una risa hueca, amarga. —Dioses… esto sí parece un equipo. Un mago desquiciado, un gigante herido, una asesina sin fe, una niña con ojos de acero… y una esfera maldita.
Aiko ayudó a levantarlo. —Lo único que tenemos en común es que sangramos por las mismas preguntas.
—Y que nadie más nos va a dar respuestas —remató Amber.
Mientras se preparaban para marcharse, los cuerpos de piedra triturada y los charcos oscuros bajo sus pies no decían adiós, solo advertencias. Eran reliquias de un pasado que aún respiraba, y que a través de la esfera, parecía latir. Cada paso era una victoria mínima. Cada aliento, una apuesta contra la muerte.
Amber se detuvo un instante antes de abandonar la cámara. Miró hacia atrás. El pedestal, el símbolo de Ryuusei, las sombras que ya no se movían. Se lo grabó en la mente como una cicatriz más. Su decisión estaba sellada. No era un pacto. Era una condena compartida.
Mientras el grupo se perdía en la oscuridad del túnel, cojeando, jadeando, sangrando, pero aún de pie, la alianza de ceniza nacía. Frágil, inestable. Forjada en la desesperación, sellada con desconfianza. Pero viva. Y en ese mundo —el que Arkadi había visto arder y derrumbarse—, estar vivo era, quizás, el último acto de rebeldía.