El Boeing 747 cortaba los cielos pálidos de Siberia, deslizándose sobre un océano de hielo sin fin, dejando tras de sí una estela blanca que se deshacía lentamente como un suspiro congelado. En el interior de la cabina de primera clase, el lujo resultaba casi grotesco, una carcasa dorada que pretendía encubrir la tensión latente entre sus ocupantes. Asientos reclinables de cuero, champán servido en copas finas, promesas de comida gourmet… todo inútil frente al peso que traían consigo. El recuerdo aún fresco de la cámara subterránea y la visión de Arkadi colgaba sobre ellos como una losa invisible.
Volkhov dormitaba con la cabeza apoyada contra la ventanilla, su semblante todavía surcado por la fatiga, a pesar de la regeneración acelerada que su cuerpo había iniciado tras la cirugía. Aiko hojeaba una revista de viajes, pero sus ojos se deslizaban sin leer, apenas tocando la superficie de las palabras. Su atención, en realidad, estaba fija en Amber Lee, sentada frente a ella, contemplando el horizonte helado con una expresión ausente. Arkadi, como siempre, flotaba cerca del techo, su cuerpo levitando en silencio, los ojos cerrados… o tal vez perdidos en otra visión futura que nadie más podía comprender.
Amber se sentía ajena a sí misma. La piedra negra implantada en su pecho latía como un segundo corazón: lento, denso, consciente. Ya no dolía. Ahora era una presencia que le hablaba sin palabras, una reserva de fuerza apenas contenida, como si en cualquier momento pudiera quebrar su propia carne para reclamar más. El microchip traductor zumbaba suavemente en su oído, desmenuzando las conversaciones a su alrededor, pero el murmullo del mundo se sentía más lejano que nunca.
Aiko rompió el silencio con una voz baja, casi cautelosa. —¿Estás bien? Pareces… atrapada allá arriba.
Amber parpadeó, como si volviera de un trance. —Estoy… asimilando. La operación. La visión. Y ahora vamos a buscar a un hombre que, según entendí, es mitad árbol, mitad maldición.
Aiko esbozó una sonrisa sin humor. —No es el viaje de graduación que esperaba. Pero Ryuusei dice que Sylvan es fundamental. Si lo dice, es por algo.
—¿Todavía le crees? —preguntó Amber, girando el rostro hacia ella. Había una dureza nueva en su mirada. No hostilidad. Desconfianza templada.
Aiko dudó unos segundos. —No lo sé. Pero tiene las respuestas. Y… si lo que Arkadi vio es real, vamos a necesitar a todos. Incluso a los monstruos que caminan con raíces.
Desde su asiento, sin abrir los ojos, Volkhov murmuró: —Monstruo es poco. Arkadi nos dijo que Sylvan mató a siete personas en un parpadeo.
—Pero no los mató a todos —dijo Amber, como si eso fuera suficiente para justificar su existencia
—. Y Ryuusei cree que puede ser convencido. Tal vez vio algo en nosotras. Algo que aún no sabemos que llevamos.
—O quizás solo fue misericordia —dijo Aiko—. Aunque no estoy segura de que "misericordia" sea parte del vocabulario de Sylvan.
Arkadi abrió su único ojo con lentitud, clavando su mirada en Amber. —Los bosques responden a la voluntad. A la esencia. Tú y Aiko… tienen eso. Firmeza. Voluntad. Sangre viva.
Amber arqueó una ceja. —Eso no suena a cumplido.
—No lo era —contestó Arkadi con su tono sepulcral, cerrando el ojo de nuevo.
El resto del vuelo se deslizó entre el silencio y pensamientos oscuros. Cuando aterrizaron en Helsinki, el cambio fue brutal. El frío seco de Finlandia mordía la piel, colándose por la ropa como si buscara un hueso que congelar. El jet privado que los esperaba era pequeño y funcional, preparado para llevarlos aún más al norte. Hacia el borde mismo del mundo civilizado.
Sobrevolaron un paisaje vasto y casi virgen: bosques de coníferas infinitos, lagos helados que brillaban como espejos rotos, y montañas cubiertas de escarcha. Todo parecía dormido… o esperando.
La pista de aterrizaje era poco más que una lengua de hielo endurecido. Un hombre esperaba junto al vehículo todo terreno. Corpulento, rostro curtido por años de viento helado, un rifle descansaba sobre su hombro como una extensión natural de su cuerpo.
—Bienvenidos al culo del mundo —dijo con un acento finlandés tosco y grave—. Soy Jari.
El pueblo al que los condujo era poco más que una mancha en el mapa: casas de madera ennegrecida, un almacén desolado y miradas hostiles desde las ventanas empañadas. Los aldeanos murmuraban entre dientes, en un idioma duro y antiguo.
—"Korven Kirous" no está lejos —explicó Jari mientras cargaban el vehículo—. Nadie se acerca.
Dicen que está maldito. Que el bosque te devora por dentro antes de tragarte.
—Perfecto —dijo Volkhov con sarcasmo—. Nuestra especialidad.
El camino se volvió cada vez más salvaje. El asfalto dio paso a la tierra congelada, y luego, a un sendero apenas visible entre ramas espinosas. La vegetación parecía más viva de lo normal. Los árboles susurraban entre sí con el crujir de sus ramas, como si compartieran secretos de muerte.
—Aquí es donde termina la carretera —anunció Jari, deteniendo el vehículo frente a un claro sombrío—. Lo que viene ahora… tienen que enfrentarlo a pie. Y solos.
Amber se bajó sin decir nada. La esfera en su bolsillo parecía reaccionar al aire del bosque. Latía más fuerte. Más profundo. Como si algo dentro del bosque respondiera con la misma frecuencia.
—Este lugar… —susurró Arkadi—. No es un bosque. Es una criatura dormida.
El grupo avanzó lentamente hacia la espesura. Troncos retorcidos, musgo negro, raíces que parecían manos esperando para atrapar. Cada paso que daban crujía con un sonido sordo, como si caminaran sobre huesos en vez de hojas.
La oscuridad no venía de la falta de luz. Venía de otra cosa. Algo más antiguo. Algo que los observaba.
Y así comenzó el último paseo… hacia lo salvaje. Lo inhumano. Hacia la raíz misma de la furia natural.
Sylvan los esperaba.