un enigma envuelto en sombras, siempre presente y a la vez tan lejos de alcanzar.
Hazel Hansen
No me sentía del todo segura al ducharme en esta casa, pero lo hice; la suciedad que sentía era más fuerte que mi vergüenza. Me había vendido a cambio de que mis seres queridos fueran libres, al menos por el momento, de las garras de esa bruja a quien llamaba madre.
Al salir del baño, me percaté del charco de agua que había hecho. A mi izquierda había una habitación y a mi derecha otra. No sabía cuál debía ocupar. Si elegía la habitación de la difunta madre de Axel, me sentiría incómoda, sabiendo que solo soy una intrusa aquí. Pero si ocupaba la de Axel, podría pensar que estoy violando su privacidad.
Debía dejar de pensar en tantas cosas y concentrarme en lo que era más importante. Entré en la habitación de la izquierda. Había una pequeña cama, un ropero, algunos libros en el suelo y, por supuesto, un escritorio. La habitación parecía pertenecer a una mujer, en este caso, la madre de Axel. Los ladrillos pintados de rosa pastel hacían lucir la habitación un poco infantil, pero a la vez elegante.
Dejé algunas de mis cosas en el suelo y procedí a sentarme en la cama. Miré alrededor, tratando de imaginar la vida de la mujer que había vivido aquí. Las paredes estaban adornadas con fotos antiguas y pequeños recuerdos que contaban historias de tiempos mejores. Vi una foto en su escritorio y la tomé para echar un vistazo.
—Estamos jodidas, Hazel —dije para mí misma.
La imagen mostraba a un niño pequeño cargando a un bebé, ambos sonriendo con inocencia y alegría. La escena parecía capturar un momento de pura felicidad, algo que sentía lejano y casi inalcanzable en este momento de mi vida.
Dejé escapar un suspiro y volví a colocar la foto en su lugar.
Me recosté en la cama, tratando de encontrar algo de paz en medio del caos que era mi vida en ese momento. Mis pensamientos seguían volviendo a mi situación actual: casada con un extraño, viviendo en una casa que no sentía como mi hogar, y habiendo dejado atrás todo lo que conocía.
La cama era sorprendentemente cómoda, y aunque el ambiente era extraño y nuevo, encontré un pequeño consuelo en su calidez. deje que el cansancio del día se apoderara de mí. Mis pensamientos volvieron a mi situación actual y a lo que había sacrificado por la libertad de mis seres queridos. La tristeza y la incertidumbre me abrumaban, pero también sentía una chispa de determinación.
Cerré los ojos y dejé que mis pensamientos se calmaran. Necesitaba descansar y reunir fuerzas para lo que viniera. Esta era solo una nueva etapa en mi vida, y aunque difícil, sabía que encontraría la manera de superarla. "Un día a la vez", me recordé a mí misma. "Un día a la vez".
"Un día a la vez", me repetí, anhelando que esa frase tuviera algún sentido en mi vida.
Las calles de la ciudad eran oscuras y frías de noche, una realidad que contradecía la afirmación de ser la ciudad más segura del planeta. A pesar de las estadísticas oficiales que negaban la presencia de drogas, asaltos, violadores y asesinos, la verdad era mucho más cruda y compleja. Me encontraba parada frente a un bar sombrío, conocido en los bajos fondos como el "bar de la vida y la muerte". Aquí, la prostitución no era solo una ocupación, parecía más un castigo, algo que ya no importaba si el dinero estuviese de por medio aquí sólo se buscaba la libertad.
Los depredadores más despiadados buscaban a sus presas entre las sombras, donde los violadores podían ocultar su verdadera naturaleza bajo una fachada de normalidad, como lobos disfrazados de corderos. En este lugar, la felicidad era un lujo que pocos podían permitirse, y la mayoría fingía para llenar el vacío que consumía sus almas.
¿Qué hacía yo aquí? Venía en busca del hombre que siempre había estado presente en mi vida, más que mi "padre" biológico que nunca me había culpado por ser una bastarda. Él era quien constantemente me arrastraba a problemas, prometiendo que nunca más caería, pero siempre volvía a hacerlo.
Mi padre.
Había recibido una llamada del bar reclamando el dinero que él debía. Como su hija biológica, me habían designado como garante cada vez que pedía prestado para satisfacer sus vicios. Entre
Caminé por el horrendo lugar, observando con disgusto a las bailarinas que se contoneaban en los tubos, mientras los hombres de todas las formas imaginables —altos, bajos, gordos, flacos— las observaban con avidez. Cada uno de esos individuos parecía más repulsivo que el anterior, con sus comentarios lascivos y sus gestos obscenos que llenaban el ambiente. La música estridente golpeaba mis oídos y los olores de sudor y cigarrillo se mezclaban en el aire, creando una atmósfera nauseabunda que casi podía saborear.
En la cantina, entre las sombras, divisé la figura de un hombre encorvado, alto y con el pelo desordenado. Su ropa desaliñada le confería un aspecto de vagabundo perdido en un mundo de vicios y desesperación. Sabía que era él, mi padre. Con pasos apresurados, evité a un individuo que se atrevió a darme una nalgada al pasar por su mesa. Lo fulminé con la mirada, pero él respondió con una sonrisa lasciva que me hizo sentir aún más repulsión.
Continué avanzando hacia donde estaba mi padre, sintiendo la furia crecer dentro de mí. Estaba indignada por tener que exponerme de esa manera en un lugar tan degradante y peligroso, todo por culpa de él y sus incesantes problemas.
—¿Papá? —llamé tras él. Al girarse, noté que sus pupilas estaban dilatadas. "Cocaína", pensé de inmediato, mientras dejaba escapar un largo suspiro.
—¡Greta! —llamó con felicidad mi nombre, aunque era evidente que estaba confundido. Sus ojos azules, con las pupilas dilatadas, me observaban con una mezcla de alegría y desconcierto.
—Soy Hazel, papá —corregí, mientras él apretaba con fuerza el vaso de lo que parecía ser whiskey. Mi presencia siempre parecía perturbarlo cuando le recordaba que no era ni Greta ni Helena, nombres que parecían surgir de sus delirios en ese estado.
—¿Por qué no viene Greta? —insistió con un tono de molestia infantil.
—No lo sé, tal vez esté trabajando, de fiesta o disfrutando de una vida sin preocupaciones, lejos de un padre drogadicto y alcohólico como tú —respondí, sujetándolo del brazo para llevarlo a su habitación antes de que Wily , el dueño del lugar, pudiera verme. Sentía una profunda aversión hacia él y sabía que incluso dos minutos a solas con él me asfixiaban completamente.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó de nuevo, como si fuera la primera vez que me lo preguntaba.
—Vengo por ti —respondí, intentando mantener una sonrisa compasiva mientras apoyaba uno de sus brazos sobre mis hombros.
—Dios, siento que esto ya lo he vivido. ¿Eres nueva aquí? —preguntó de manera coqueta, lo cual me hizo sentir incómoda al pensar que podría verme como una más de las mujeres de este lugar.
—Soy tu hija, papá —contesté con amargura, mirando hacia abajo. Escuché cómo dejaba escapar un sonido de disgusto, insinuando el vómito con un "puagh".
El ambiente estaba cargado de olor a alcohol y humo, recordándome por qué detestaba cada visita a este lugar.
Suspiro profundamente y tomó un largo trago de su botella. Al menos esta vez no reaccionó tan mal como en ocasiones anteriores, cuando se molestaba por cualquier cosa, incluso por un simple suspiro. Le lancé una mirada expectante.
—No tengo el dinero para pagarle a Wily. —confesé.
—¡Qué carajos! —exclamó, empujándome con brusquedad. Caí de lado, raspándome ligeramente la rodilla. —¡Dijiste que ibas a pagarle a Wily en esta semana!
La reacción de mi padre no me sorprendió, aunque aún así me dolió. Sentí el ardor en mi rodilla raspada mientras lo miraba, esperando que pudiera entender mi decisión.
Gritó molesto, y el shock de su conducta me hizo levantarme de un salto. Sentía cómo todos a nuestro alrededor estaban pendientes de la situación. Mi padre se balanceaba de un lado a otro, la botella que sostenía se estampó contra el suelo con un estruendo ensordecedor. El ruido me asustó y aumentó la tensión en el aire cargado del bar.
—¡Papá! —fue lo único que pude articular antes de verlo salir del lugar a grandes zancadas, dejando a los presentes mirándome con curiosidad. Recogí mi celular, que había caído al suelo por el empujón, y salí corriendo por la puerta trasera del bar.
Una lágrima resbaló por mi mejilla mientras cerraba la puerta tras de mí. Nunca antes había salido por la puerta principal de ese lugar. Cuando lo buscaba, siempre me aseguraba de que nadie lo viera salir. Pero parecía que a él no le importaba en absoluto lo que yo hacía por él.
Me detuve unos momentos en el callejón oscuro detrás del bar, tratando de recuperar el aliento y conteniendo el nudo en mi garganta. La rabia y la tristeza se mezclaban dentro de mí, mientras el frío de la noche se hacía sentir en mi piel. Miré a mi alrededor, sintiéndome perdida y vulnerable en ese entorno hostil y sombrío.
Me dejé caer sobre el frío suelo del callejón, incapaz de contener la avalancha de emociones que me embargaba. Quería gritarle, hacerle entender el dolor y la desesperación que su vida descontrolada me causaba. Pero no había palabras que pudieran penetrar el muro de adicciones y autodestrucción que él mismo había construido a su alrededor.
Desde niña, había soñado con un padre que fuera un ejemplo, alguien en quien pudiera confiar y admirar. Creí en las promesas vacías, en las disculpas repetidas, pero ahora me enfrentaba a la cruda realidad de que nunca sería el padre que necesitaba. Su adicción había devorado cualquier esperanza de una vida normal para nosotros.
El peso de la responsabilidad y la culpa me oprimía el pecho. ¿Qué más podía hacer por él? ¿Cómo podía salvarlo de sí mismo cuando él ni siquiera quería ser salvado? Mis lágrimas se mezclaron con la lluvia que comenzaba a caer, una metáfora de la desesperanza que sentía en ese momento
—soy una tonta—dije para mi misma
Llorando en la penumbra de la calle, me repetía esas palabras una y otra vez. No podía evitar sentirme culpable y vulnerable por todo lo que había pasado esa noche. Mis pensamientos se agolpaban en mi mente, llenos de frustración y dolor. Sentía como si cada decisión que había tomado me había llevado a este momento desgarrador.
Me sequé las lágrimas con rabia, sintiéndome impotente ante la situación con mi padre. ¿Cómo podía haber esperado que las cosas fueran diferentes? Siempre había sido así: sus promesas rotas, sus recaídas constantes. Pero esta vez, al verlo en ese estado tan bajo, me golpeó con fuerza la realidad de lo que realmente era.
Autora
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