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Capítulo: El cielo es azul…
El aire era denso. Frío.
Cada paso de E-34 resonaba como un eco prohibido en los pasillos de la montaña.
Sus costillas dolían. Su hombro sangraba.
Y, sin embargo, no miraba atrás.
El anillo girando había quedado atrás. Las voces. Los gritos.
Todo quedaba atrás.
Solo el pasillo permanecía. Y el ascensor.
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Pero no pasaba nada.
Ni alarmas. Ni explosiones. Solo el zumbido lejano de la maquinaria oculta y el crujido leve de su respiración forzada.
—¿Por qué no pasa nada…?
Fue en la mitad del pasillo cuando lo sintió.
Un tirón. Como si el aire se comprimiera a su alrededor. Como si algo, en lo más profundo de la montaña, hubiera despertado con hambre.
Las luces parpadearon.
Y entonces...
WIIIIIIUUUUUOOOOOOOHHHHHH.
Las alarmas comenzaron a aullar.
Desde cada rincón. Desde cada terminal de seguridad. Desde el núcleo mismo, sellado bajo kilómetros de piedra y metal.
Fue como una sinfonía de muerte.
El suelo vibró con un ritmo seco. Tubos en lo alto del pasillo empezaron a sudar vapor. Las paredes crujieron como huesos rotos.
La energía mágica acumulada en el centro del complejo se desató con un rugido.
Todos los que estaban dentro —soldados, Clavos, aprendices, autómatas, incluso los presos— sintieron la oleada como una marea invisible.
Dolorosa. Imparable.
Y todos escucharon una voz.
Clara. Fría. Mecánica.
Zane.
—Al final… nadie sabrá qué fue real y qué fue futuro.
E-34 apretó los dientes.
Sus piernas temblaban, pero no se detuvieron. El estruendo lo empujaba. El miedo lo azotaba como un látigo.
—¡Vamos… vamos…!
Detrás, trozos del techo comenzaron a caer. El pasillo se resquebrajaba. Las luces parpadeaban como llamas moribundas.
Una figura metálica —uno de los centinelas de nivel tres— fue aplastada por una viga antes siquiera de activarse.
La montaña se desmoronaba. Y él corría, jadeando, como un condenado.
El ascensor estaba a la vista.
Solo unos metros más…
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En la sala de los Murmullos del Tiempo, los Obispos alzaron la mirada.
El Obispo del Destino cubrió su rostro al sentir cómo la energía se fragmentaba en miles de fisuras dimensionales. Un zumbido profundo, como el lamento de un universo desgarrándose, vibró bajo sus pies.
—¿Qué pasó? —preguntó Aila, mirando al Obispo—. ¿Qué liberó?
Dorian se adelantó, sudoroso, sin aliento.
—¡Tenemos que atraparlo ahora!
—Ya no hay “ahora” —respondió el Obispo, observando el anillo que aún flotaba como una herida abierta. Cada giro era una grieta más en el tejido del mundo.
Sus cuerpos formaban vapor. El desgaste por usar la Divinidad era brutal.
—¿Por qué no puedo usar mi afinidad para matarlo? —soltó Dorian, frustrado—. ¿Mi fuego ya no sirve?
—No. Ningún elemento funciona ahora —afirmó el Obispo—. Ese anillo está extrayendo el pacto entre materia y voluntad. Está… deshaciendo la lógica. Torciendo las posibilidades.
Dorian apretó los puños. Su lanza seguía inerte.
—¿Y qué? ¿Lo dejaremos ir así?
—Si lo alcanzas ahora, puedes matarlo. Pero el anillo quedará sin contención.
—Y entonces lo que está sellado en él despertará.
Aila giró hacia Dorian. Por primera vez en mucho tiempo, no vio furia en sus ojos.
—No podemos dejarlo para perseguirlo. Lo que sea que esté haciendo el Obispo… parece más urgente.
—No importa lo que estoy haciendo —interrumpió el Obispo—. El fin ya está cerca. Porque la anomalía… al fin ha sido liberada.
El silencio cayó sobre los tres.
Y entonces, el mundo crujió.
Un portal se abrió en medio de la sala, rasgado como si la realidad fuera papel.
De él descendió el Cardenal.
Un halo dorado brillaba sobre su cabeza. Su abrigo, desgarrado por el viento. Sus ojos, encendidos con determinación.
—¿Qué ocurrió? —exigió—. Cuando herí al Clavo Azul sentí la Divinidad y la energía... algo se está desbordando.
—El anillo —dijo el Obispo—. Fue activado por E-34. No fue su culpa… o tal vez sí. No importa. El daño está hecho.
El Cardenal observó el anillo flotante. Su expresión se endureció.
—Esto no puede ser contenido con palabras santas.
Raulio, el Arzobispo que lo acompañaba, dio un paso al frente.
—Mi alma… aún puede sellar un fragmento.
—No —dijo el Cardenal, comprendiendo el precio—. Si haces eso, tu espíritu no volverá.
Raulio sonrió. Era una sonrisa vieja. Cansada. Luminosa.
—Por el día más brillante.
Y sin esperar respuesta, alzó su báculo. La energía se arremolinó en torno a su pecho. Con un último rezo, arrojó su alma al núcleo del anillo.
El estallido fue silencioso… pero devastador.
Un anillo de luz los empujó hacia atrás. Aila cayó de rodillas. Dorian usó su lanza como apoyo. El Obispo cerró los ojos.
El anillo dejó de girar.
Pero el daño ya estaba hecho.
—Su sacrificio nos compró tiempo —murmuró el Obispo del Destino.
—¿Tiempo para qué? —preguntó Dorian.
—Para decidir quién llevará la culpa de esto.
Todos callaron.
Hasta que Aila murmuró:
—Ya no hay marcha atrás.
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E-34 alcanzó el umbral del ascensor arrastrando un cuerpo lacerado por mil visiones de muerte.
El mundo se congeló en un instante absoluto de silencio.
Se arrojó dentro justo cuando el techo colapsaba. Golpeó los controles. Chispas. Cables. El metal chirrió… pero obedeció.
El ascensor comenzó a ascender.
Y mientras lo hacía, el infierno se desataba abajo.
No fue el anillo. No esta vez.
Desde lo profundo de la montaña, una señal recorrió cada nodo, cada célula, cada runa. Un protocolo sellado. Un legado envenenado.
La voz de Zane volvió a resonar, más fuerte. Más nítida.
Como un eco que ya no pertenecía a este mundo.
—Al final… nadie sabrá qué era real y qué era futuro.
Y entonces el corazón de la montaña estalló.
Una explosión descomunal rugió desde el núcleo.
No hubo advertencia.
Solo fuego, piedra y magia colapsando como si el alma del mundo fuera arrancada.
Las paredes se doblaron como papel. El acero fundió.
El ascensor donde E-34 se ocultaba fue lanzado como un proyectil hacia la superficie.
Atraviesa nieve. Cristal. Roca.
El cuerpo de E-34 impactó contra una ladera helada y rebotó sin control cuesta abajo, dejando un trazo de sangre en la nieve virgen.
Dentro, la montaña tembló una última vez…
y se hundió en un abismo de oscuridad.
—¡Sujétense! —gritó el Cardenal, envuelto en su manto carmesí, resplandeciente.
El corazón de la montaña ardía. Solo alguien como él había logrado cruzar las protecciones. No había tiempo.
Extendió las manos. Invocó un círculo dorado.
Encerró en él al anillo y a los tres Obispos.
Justo cuando la explosión los alcanzó.
No era omnipotente.
Pero era suficiente.
El Cardenal apretó los dientes. No había opción.
Teletransportó el anillo y a los Obispos fuera… sabiendo que sufriría secuelas.
Activó todos sus artefactos. Todo su poder.
Y fue devorado por las llamas blancas.
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Afuera, bajo una ventisca provocada por el colapso térmico, el cuerpo de E-34 yacía semienterrado entre sangre, barro y nieve.
Tiritaba.
Su brazo derecho no se movía. La herida de la lanza había atravesado su hombro limpiamente. Músculo, tendón y hueso… todos perforados.
—Gh... ah...
Tosió sangre. El aire era hielo. El cielo ardía en rojo.
Pero lo había logrado.
Había salido.
Con dedos entumecidos, encontró una piedra con vetas metálicas. No era perfecta, pero serviría. La apoyó junto al trozo aún al rojo vivo del ascensor.
Sin anestesia. Sin magia. Sin compasión...
Empujó el hierro fundido contra su herida frontal.
La carne siseó.
Gritó. Un alarido puro. Crudo. Vivo.
Luego giró con esfuerzo inhumano y cauterizó por la espalda.
Como un herrero enloquecido.
La nieve se tiñó de vapor y sangre.
Jadeó.
Tiritaba.
Pero estaba vivo.
Muy, muy vivo.
Cayó de espaldas. La nieve empezó a caer de nuevo, trayéndole un instante de paz. Fría. Silenciosa.
Con los ojos abiertos, contempló el cielo…
Azul.
Por primera vez en su vida, no era una pantalla.
No era un reflejo en el líquido de una cápsula.
No era el techo de una celda.
Era inmenso. Real. Azul como los ojos de una promesa olvidada.
Azul… como la libertad.
Una lágrima solitaria descendió por su mejilla manchada de sangre y escarcha.
—Ofelia… ya salí —murmuró, con la garganta rota.
Una sonrisa quebrada, temblorosa, apareció en sus labios.
—Y el cielo… es azul.
El cielo.
Ese azul imposible lo abrazó como un destino cumplido.
Como si, en lo más profundo de su ser roto, aún quedara algo que quería creer.
La nieve lo envolvió como un sudario.
Sus ojos seguían abiertos.
Pero ya no veían nada.
Solo… el azul.
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Bueno chicos esto fue intenso, ahora no se cómo hacer que E-34 sobreviva XD y Ofelia perdón (╥﹏╥) se supone que una niña debería ser feliz pero te escribí para ser infeliz pipipi
Recuerden las últimas palabras que nos dió Ofelia
Entre lágrimas y sollozos las preguntas llegaban cada vez más desesperadas:
¿Cuándo voy a mejorar? ¿Cuándo podré salir? ¿Ver de que color es el cielo? ¿Comer cosas dulces? ¿Tener amigos ?¿Enamorarme? ¿Vivir?
.·´¯`(>▂<)´¯`·.